Las cinco torres de la cárcel de Puente Alto, de cuatro pisos cada una, se levantan en medio de la barriada más populosa y una de las más pobres de Santiago de Chile. En esa mole de cemento rodeada de alambres de púas ocurrió el mayor brote de COVID-19 en una cárcel latinoamericana: más de 300 infectados.
Fue imposible frenar el contagio. Tras las rejas, no hay manera de rastrear la huella del coronavirus. “Son todos contactos de todos”, dijo la enfermera del presidio Ximena Graniffo.
En América Latina más de un millón y medio de presos están sin visitas, hacinados, muchos sin agua y con poco jabón para asearse y algunos en cuarentena en celdas de castigo ante un peligroso enemigo invisible. Hasta ahora las autoridades han reportado casi 1,400 contagiados entre convictos y guardias y en torno a una veintena de muertos en distintos países. Perú, aunque no es una de las naciones con mayor población carcelaria, se ha llevado la peor parte: más de 613 casos confirmados y al menos 13 fallecidos.
Pero también es cierto que el número de pruebas realizadas en cada país es muy distinto. Cuando República Dominicana evaluó a los reclusos en la prisión de La Victoria, que ha estado produciendo máscaras faciales protectoras para el público, las autoridades informaron que 239 resultaron positivos. En al menos otras cinco prisiones dominicanas también se han detectado contagiados.
Tal vez la prueba más completa parece estar teniendo lugar en Puerto Rico, donde el Departamento de Correcciones evaluará a los casi 9,000 reclusos detenidos en todo el territorio estadounidense, así como a 6,000 empleados, incluidos los guardias de la prisión.
México apenas ha realizado algunas pruebas y sus confirmados no alcanzan la decena.
América Latina no ha llegado todavía al pico de la pandemia pero la tensión en los penales, muchos plagados desde antes de violencia, corrupción y con autogobierno de los presos, no para de crecer. Y los motines se multiplican.
En Colombia han muerto 23 presos, se fugaron más de 1,300 en Brasil cuando se anuló una salida temporal que favorecería a unos 34,000 internos y en Argentina más un millar está en huelga de hambre.
“Esto es una bomba de tiempo”, aseguró un preso del centro de México. No se refería a la epidemia. “Tengo más miedo a que con tanta restricción haya un motín”, aseguró al otro lado de la línea de uno de los objetos prohibidos más deseados en cualquier prisión, un celular, uno de los motivos por los que pidió el anonimato.
Con las visitas suspendidas en la mayoría de los países -la causa principal de las protestas- los reclusos dependen de las encomiendas que les manden del exterior y de lo que pueden comprar en el interior de las cárceles, en el mercado negro o en las tiendas oficiales, si es que las hay. Eso sí, mucho más caro.
“Ahorita una bolsa de jabón de medio kilo cuesta 29 pesos (1,20 dólar) y antes costaba 20 (0,80 dólar)”, se quejó el mexicano de 43 años que lleva nueve recluido. En esa cárcel, como en otras, ellos mismos se encargan de la higiene de sus celdas, pero ahora con escasez de productos de limpieza. Son 12 en un calabozo de cuatro por cuatro, pero hay otros que están mucho peor. Los países a la cabeza de la superpoblación en la región, según Human Rights Watch (HRW), son Haití, Bolivia y Guatemala.
El 11 de marzo, poco después de que el coronavirus fuera declarado una pandemia, la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, alertó que muchas cárceles latinoamericanas estaban “atestadas” de manera peligrosa, con “condiciones higiénicas deplorables” y servicios de salud “deficientes o inexistentes” y pidió la excarcelación de los reos menos peligrosos y de “los detenidos sin motivos jurídicos suficientes”, llamamientos que han reiterado otros expertos.
Douglas Baeza llevaba dos años sin ver a su hijo porque el poco dinero que ganaba lo usaba en cigarrillos que le enviaba para que los revendiera en prisión, contó a AP vía telefónica. A mediados de abril se reencontraron en las afueras de la ex Penitenciaría, la mayor cárcel chilena, mientras decenas de familiares hacían fila para entregar a los guardias bolsas con comida y elementos de aseo para los reos.
Chile y Colombia, con 42,000 y 123,000 presos, respectivamente, ya excarcelaron a unos 7,500 internos que quedaron bajo arresto domiciliario y próximamente se sumarán con varios miles Perú, Bolivia y México. Brasil, el país con más convictos de la región -770,000- no se ha pronunciado al respecto.
Pero las cifras de excarcelaciones son insuficientes, según los expertos.
José Miguel Vivanco, director ejecutivo para las Américas de HRW, sostuvo que para que la reducción sea eficaz las cárceles deben tener una población “manejable” y subrayó que es una decisión que todos los países pueden tomar porque se trataría de excarcelaciones “temporales” y no de una amnistía general. “Cruzarse de brazos… sería un grado de responsabilidad criminal”, declaró.
En Puente Alto se han registrado excarcelaciones, pero el miedo continúa. El líder de los guardias carcelarios chilenos, Alberto Figueroa, anticipó no sólo motines y fugas sino “toma de rehenes, agresión a funcionarios… y heridos”. La última escaramuza en esa prisión le dio la razón: cinco agentes fueron retenidos y amenazados con armas cortopunzantes durante horas.
Los contagiados más graves fueron enviados a un hospital cercano, otros a salas habilitadas para el aislamiento y la población de riesgo a lugares apartados.
Las autoridades afirmaron que repartieron guantes y mascarillas, pero los presos se quejaron de que son insuficientes. En los últimos días se aplicaron 300 pruebas, lo que sin duda elevará la cifra de contagiados.
En algunos países las autoridades penitenciarias han intentado desactivar la tensión con llamadas gratuitas. En Argentina incluso se permitieron las videoconferencias y el uso de celulares. Pero el resultado fue distinto al esperado. En la cárcel de Devoto, en Buenos Aires, esos teléfonos sirvieron para avisar a las familias y a la prensa que había guardias supuestamente contagiados y que les faltaban elementos de protección.
“La gente que nos trae la comida está infectada”, dijo a AP uno de los presos, Cristian Molina, durante una de las protestas que se unió a la huelga de hambre que llevan adelante más de mil reclusos en distintos penales del país. “Vienen 15 policías infectados, acá no hay ninguna prevención, se tiran lavandina y no se ponen guantes, no se ponen barbijos”, se quejó Molina.
Algunos internos se subieron al techo de la cárcel y prendieron pequeñas fogatas mientras una pancarta escrita en una sábana resumía el temor que posiblemente comparten todos los reos latinoamericanos. “Nos negamos a morir en la cárcel”.
El miedo al coronavirus, que ha dejado hasta ahora 165,000 contagios y más de 8,200 fallecidos en América Latina, ha generado reacciones distintas en los presidios de otros países. En Bolivia, donde el 83% de los 18,000 detenidos no están condenados, fueron los propios presos los que prohibieron las visitas para reducir sus posibilidades de contagio.
En la cárcel de San Pedro, en La Paz, los reclusos habilitaron las celdas de castigo, lugares oscuros de menos de 15 metros cuadrados, para que los presos recién ingresados pasen 14 días en cuarentena antes de unirse a los demás. Esos cubículos también están siendo utilizados como lugares de aislamiento en otras prisiones, como en la ex Penitenciaría chilena.
Pero más allá de las carencias materiales y la notable insuficiencia de personal sanitario, en muchas cárceles latinoamericanas falta lo más esencial: agua.
En Venezuela, que tiene 110,000 presos, el líquido es un lujo. En las prisiones de 10 de las 16 regiones de Chile escasea, especialmente en las cárceles levantadas en el desértico norte, según un reciente informe de la fiscal judicial de la Corte Suprema, Lya Cabello. Y en algunos lugares de México llega en cubetas.
“Estar privado de libertad no resta a las personas el ejercicio de sus derechos más básicos, como su integridad física y psíquica, a la salud, al agua”, señaló Lidia Casas, directora del Centro de Derechos Humanos de la universidad chilena Diego Portales.
La perspectiva es preocupante. Esta semana, la Organización Mundial de la Salud advirtió que “lo peor está aún por venir”.
Lucía Dammert, académica y experta en Seguridad Pública de América Latina, advirtió que “el costo de salud que puede generar que haya 100, 200, 500 personas del sistema carcelario que necesiten intubaciones o sistemas de ventilación, es imposible de mantener”.
En la puerta principal de Puente Alto, donde el médico está de licencia y sólo tres paramédicos atienden a más de un millar de presos, ver a los guardias entrar por un “túnel sanitario” puede dar la sensación de que la situación está controlada. Pero “se hace lo que se puede con lo que tenemos”, es decir, con muy poco, dijo Graniffo.
Un sentimiento de abandono que también manifestó el preso mexicano. “Al gobierno le da igual que los presos mueran, es beneficio para ellos”.